4 dic 2011

Un grande


A veces tengo dudas con el deporte. No soy de los que glorifican cualquier triunfo; cualquier esfuerzo... solo porque está en el terreno deportivo. He visto muchas mezquindades, mucha suciedad y bajeza en algunas competencias y practicantes. Pero, hay ocasiones en las cuales no se puede negar la grandeza de ciertos atletas. La pasión, la entrega. A veces el deporte deja de ser un simple juego y se convierte en un espejo del alma.

Nadal es grande; no hay duda. Podrá tener bajones o momentos anodinos. Pero, cuando se trata de sacar carácter: lo muestra. Cuando hace falta valor: lo tiene. Cuando las gradas le exigen precisión: lo da. Cuando hay que sacar hasta lo que no se tiene: Nadal. Aunque no soy aficionado al tenis, le he visto jugar dos de sus más grandes partidos. Aquel contra un Federer pletórico en la final de Winbledon el 2008; y hoy, cuando logró el triunfo decisivo contra otro gran tenista como Del Potro; proclamando al equipo español campeón de la Copa Davis 2011.

Finalizado el partido con el jugador argentino, lo primero que hizo el español fue ir corriendo a su encuentro, y obviando el tradicional gesto de estrecharle la mano, le abrazó, le consoló, como solo los grandes saben hacerlo. No le metió los dedos a los ojos; no le escupió o le pateó cuando estaba en el suelo; como hemos visto algunas veces en el fútbol. Nadal no se quedó en ese solo gesto con su rival. Se acercó hasta el banquillo perdedor y abrazó a cada uno de los jugadores y entrenadores.

Tras ganar la Copa Davis Nadal no se ató banderas al cuello o la cintura; como si lo hizo algún otro. Porque, se diga lo que se diga, el deporte no es asunto de nacionalismos ni espacio para volcar exabruptos y prejuicios. Nadal no actúa como algunos “triunfadores” de otros deportes. A él nunca le he escuchado quejarse de los otros, urdir artimañas para no asumir sus falencias. Nunca le he visto pavonearse con la modelo de turno o anunciar que se comprará la mansión más lujosa de Italia. Nadal es siempre ecuánime y mesurado; en la cancha y el auditorio; en la derrota y la victoria.

24 abr 2011

¿Qué está pasando con la gente en Madrid?

Pensé que era una impresión mía; pero no. Le ha pasado a más gente en Madrid. Sucede en el Metro, que uso frecuentemente en mis desplazamientos por la ciudad. Cuando el vagón llega a la parada y uno tira la manija para salir, un tumulto de personas se agolpa alrededor de la puerta y no solo impiden la salida, sino que entran casi a empellones; muchas veces sin el «casi». Hace poco presencié un caso realmente extremo. Una chica se puso a gritar y perdió los nervios ante un muro de personas que parecían no verla, ni importale un pepino que saliera. Era domingo por la mañana, un día tranquilo sin lugar a excusas por prisas laborales.

Si estos hechos se analizan desde una perspectiva reducida, podría confundirse con ausencia de modales o escaso civismo, pero para mí refleja más. Expresa la inconsciencia del otro; el egoísmo más bruto, incluso la agresión soslayada. Parece que la crisis económica no se queda en el terreno monetario, sino que esta desbordando su miasma a otros linderos. Esa obligación de vivir en un contexto de supervivencia del más fuerte, del esquema «Tú o Yo» esta pasando factura. Las crisis pueden sacar lo mejor o lo peor de cada uno. Pareciera que en Madrid esta sacando lo más zafio. Hace más de una década que vivo en la ciudad y lo que narro es reciente, de los últimos meses.

9 mar 2011

Tiranos: Trágicos y Cómicos

“Hubo un tiempo de la vergüenza... una decadencia del poder político, comenzó el derrumbamiento interno, la disolución de nuestras grandes organizaciones sociales y la corrupción de nuestra administración... el declive de nuestra nación”. Con estas palabras asumía Adolf Hitler el gobierno alemán en 1933. En otro discurso, se dirigía a los jóvenes de la siguiente manera: “Queremos una sociedad sin castas ni rangos sociales... queremos que este pueblo sea amante de la paz”. Gadafi escribió en su momento “El Libro Verde”. Mao Tse Tung publicó su “Tesoro Rojo". La verborrea de estos oradores es inagotable, tanto como su incoherencia o su cinismo.

Hubo un tiempo, en la primera mitad del siglo XX, cuando un hombrecito de bigote abultado y pantalón bombacho se convirtió en el bufón de ricos y pobres; de sureños y norteños. Con su andar de pingüino y sus historias cotidianas hizo llorar a los más alegres y reír a los más tristes. Un alquimista de tragedias que transformaba el dolor en humor. Su nombre: Charles Chaplin.

“Yo no quiero ser emperador; ese no es mi oficio. Yo quiero ayudar a todos, si fuera posible. Blancos o negros; judíos o gentiles. Tenemos que ayudarnos los unos a los otros; los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacernos desgraciados... En este mundo hay sitio para todos; la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las armas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia las miserias y matanzas. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco”.

Si, eso decía aquel payaso vestido con uniforme militar en “El gran dictador”. Aquel hombre que tenía solo la ficción para enfrentarse a la realidad. Las palabras para hacer frente a las armas; la risa frente al llanto. El payaso, olvidando su obligación de hacer reír, cogió el micrófono y lanzó su arenga: “Soldados: No se entreguen a esos que en realidad los desprecian y esclavizan... los tratan como a ganado y como carne de cañón... ustedes no son ganado, no son máquinas: Son hombres. Llevan el amor de la humanidad en sus corazones, no el odio. Soldados: ¡No luchen por la esclavitud, sino por la libertad! Exclamó exhausto el hombre que no pudo en ese instante reír.

24 feb 2011

Los dictadores no deben morir

Es tétrico ver a los sátrapas luchar por su coto de poder, resistirse con fiereza a dejarlo. Sería hasta risible sino fuera porque en las actuales revueltas del mundo árabe muchos ciudadanos son encarcelados para que otros sean libres. Mueren para que otros vivan. Gritan para desahogar el silencio impuesto a sus familias por años. Es pues, una rebelión generalizada, provocada por el hastío de no poder asumir el destino, siempre en manos de un patético tirano.

Las pocas luces de esos autócratas parecen cegar sus mínimos restos de comprensión. No ven, o no quieren ver lo evidente. Amparados en sus palacios y blindados por ejércitos viven como si nunca fueran a morir. A veces recuerdan a Dalí, el grandísimo pintor de surrealismos, pero escaso conocedor de realismos. Uno no sabe si reír o llorar; si indignarse o compadecerse frente a aquel hombre viejo, que sintiendo su fin en la nuca, se declara genio y niega el ciclo vital. Un “genio” incapaz de comprender una verdad tan simple como la muerte.

Mubarak y Gaddafi quieren detener la historia estos días. Lanzan arañazos y cargan contra su gente como lo hicieron antes Hussein o El Sha de Irán. Stalin y Mao Tse-Tung; Franco y Mussolini. Todos caerán antes o después; mejor sería antes. Evitaría mucho dolor, injusticia y retroceso cultural. Porque el daño no termina cuando caen; es apenas cuando empieza a aparecer. Como la negra marea que sale a flote cuando el barco se hunde, los efectos de éstos regímenes aparecen cuando sucumben. Su fin es apenas el toque de diana que anuncia la gran tarea de la reconstrucción social.

Sería injusto verter toda la maldad en los déspotas. De hecho, son apenas los representantes de otros grupos; las cabezas visibles de otros intereses. Ni Hitler, ni Mussolini llegaron al poder por casualidad. Hubo un proceso lento y amplio que los encumbró. Se mantuvieron gracias a un grueso soporte social; además del evidente amparo militar. Duraron años por la indiferencia de muchos ciudadanos que cerraron un ojo, mientras la escoria no se asomara a sus puertas.

Umberto Eco recuerda: “En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Solo 12 (un 1%) se negaron y perdieron su plaza”. También se interroga con cierta tristeza: "¿Por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?".1 Hitler antes de hacer lo que hizo, fue un famoso escritor. Miles de ciudadanos compraron sus libros y lo apoyaron. Ya en el poder, empresarios y obreros, empleados y amas de casa brindaron apoyo explícito a su causa. Complicidades y responsabilidades del ayer que deberían forjar actitudes firmes y vigilantes en los ciudadanos de hoy.

No, los dictadores no deben morir. Deben ser juzgados, sancionados y obligados a devolver todas las riquezas ilegalmente acumuladas. Deben reparar mínimamente, las lesiones psicológicas y físicas inflingidas a sus ciudadanos. Deben arreglar los daños del más acá, antes de zafar al más allá. Deben, ante todo y sobre todo: pedir perdón.



1 Artículo: El enemigo de la prensa. Diario El Comercio, 16 de agosto de 2009.