24 feb 2011

Los dictadores no deben morir

Es tétrico ver a los sátrapas luchar por su coto de poder, resistirse con fiereza a dejarlo. Sería hasta risible sino fuera porque en las actuales revueltas del mundo árabe muchos ciudadanos son encarcelados para que otros sean libres. Mueren para que otros vivan. Gritan para desahogar el silencio impuesto a sus familias por años. Es pues, una rebelión generalizada, provocada por el hastío de no poder asumir el destino, siempre en manos de un patético tirano.

Las pocas luces de esos autócratas parecen cegar sus mínimos restos de comprensión. No ven, o no quieren ver lo evidente. Amparados en sus palacios y blindados por ejércitos viven como si nunca fueran a morir. A veces recuerdan a Dalí, el grandísimo pintor de surrealismos, pero escaso conocedor de realismos. Uno no sabe si reír o llorar; si indignarse o compadecerse frente a aquel hombre viejo, que sintiendo su fin en la nuca, se declara genio y niega el ciclo vital. Un “genio” incapaz de comprender una verdad tan simple como la muerte.

Mubarak y Gaddafi quieren detener la historia estos días. Lanzan arañazos y cargan contra su gente como lo hicieron antes Hussein o El Sha de Irán. Stalin y Mao Tse-Tung; Franco y Mussolini. Todos caerán antes o después; mejor sería antes. Evitaría mucho dolor, injusticia y retroceso cultural. Porque el daño no termina cuando caen; es apenas cuando empieza a aparecer. Como la negra marea que sale a flote cuando el barco se hunde, los efectos de éstos regímenes aparecen cuando sucumben. Su fin es apenas el toque de diana que anuncia la gran tarea de la reconstrucción social.

Sería injusto verter toda la maldad en los déspotas. De hecho, son apenas los representantes de otros grupos; las cabezas visibles de otros intereses. Ni Hitler, ni Mussolini llegaron al poder por casualidad. Hubo un proceso lento y amplio que los encumbró. Se mantuvieron gracias a un grueso soporte social; además del evidente amparo militar. Duraron años por la indiferencia de muchos ciudadanos que cerraron un ojo, mientras la escoria no se asomara a sus puertas.

Umberto Eco recuerda: “En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Solo 12 (un 1%) se negaron y perdieron su plaza”. También se interroga con cierta tristeza: "¿Por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?".1 Hitler antes de hacer lo que hizo, fue un famoso escritor. Miles de ciudadanos compraron sus libros y lo apoyaron. Ya en el poder, empresarios y obreros, empleados y amas de casa brindaron apoyo explícito a su causa. Complicidades y responsabilidades del ayer que deberían forjar actitudes firmes y vigilantes en los ciudadanos de hoy.

No, los dictadores no deben morir. Deben ser juzgados, sancionados y obligados a devolver todas las riquezas ilegalmente acumuladas. Deben reparar mínimamente, las lesiones psicológicas y físicas inflingidas a sus ciudadanos. Deben arreglar los daños del más acá, antes de zafar al más allá. Deben, ante todo y sobre todo: pedir perdón.



1 Artículo: El enemigo de la prensa. Diario El Comercio, 16 de agosto de 2009.